El encuentro de sí mismo
En la psicología social asignan una importancia fundamental al proceso por el que descubrimos que “yo soy yo”, es decir: la formación de la propia identidad. Esto implica la vivencia de que yo existo y permanezco el mismo a través el tiempo. Es la base de mi individualidad y en ella se respalda mi autoestima.
Sobre el tema, algunas cuestiones, aunque importantes, pueden parecer obvias y cotidianas y no las atendemos.
La verdad más inmediata y sencilla de la existencia humana es que yo existo, estoy vivo y soy lo que soy. Es una realidad que no admite duda ni objeción, guste o no guste.
No soy cualquiera, no vale decir “da lo mismo que yo exista o desaparezca, porque sigue existiendo la especie”. Soy único, puedo ser reemplazado en alguna función, pero el modo en el que la realice es exclusivamente mío. Mi vida la puedo vivir sólo yo.
No puedo ser otro que yo; y soy una persona determinada: nacida en este tiempo, en este lugar, con este entorno, perteneciente a un pueblo y a estas circunstancias. Y “soy así”, con una serie de condiciones definidas y poco modificables.
Soy obvio para mí, pero también enigmático. La comprensión de uno mismo es una cuestión harto compleja porque, por un lado, en todo acto mental me presupongo yo, no puedo pensar sin mí, pero al mismo tiempo soy un misterio para mí. Ante un espejo puedo convertirme en objeto para mí y preguntarme: ¿qué es ese real existente que soy yo? No puedo saberlo totalmente. Existo, pero no me creé a mí mismo. No decidí nacer. Me he sido dado. La existencia de mi Yo no es algo generado por mí.
Soy limitado, no infinito ni absoluto; y no soy necesario: el mundo puede existir sin mí; pero soy innegable. Además, soy alguien y no algo, persona única e irrepetible: por tanto: soy fuente de derechos y merezco respeto, no sólo por parte de los otros sino también de mí mismo.
Por otro lado, tengo un deber, nacido de mi misma esencia y condición: querer ser realmente yo y no otro. Asumirme y asumir la tarea que se me tenga propuesta en el mundo. No puedo evadirme de ser yo y de lo que yo tengo, bueno y malo. Debo aceptarme y hacer frente a eso; puedo querer llegar a ser de otra manera, pero lo esencial es que “debo querer ser el que soy, querer ser yo realmente y sólo yo”. Querer serlo, “aceptarme”, es la base existencial que me permite una vida mentalmente sana.
Eso que es lo más lógico, lo más de acuerdo a la realidad, lo más sensato (ser yo mismo, reconocerlo y aceptarlo) puede, sin embargo, ser objeto de mil falacias, resistencias y obstáculos por parte de la insensatez humana, la irracionalidad, la inmadurez, la rebeldía… Puedo experimentar resistencias a la aceptación de tener que ser yo; puedo desear querer ser otro del que soy, tener otras cualidades y tener que renunciar de veras a no haber nacido con otra condición física, o intelectual, o social, como me gustaría. Y puedo enredarme en tonterías: “Soy esto y querría ser otra cosa. ¿Por qué estoy obligado a ser así? Yo no pedí nacer. Yo no me acepto, me aburro, me siento atado conmigo”…
Cada vida en el fondo es un misterio. No podemos explicarnos por qué tuvieron que tocarme a mí determinados males, por qué estas circunstancias familiares, estas experiencias infantiles desgraciadas, todo eso que ha hecho que sea como soy. No puedo comprender del todo mi existencia, no fue absolutamente necesario que fuera así, pero es un hecho.
Es propio de toda condición humana buscar su desarrollo, perfeccionarse y mejorar, pero “crecer como ser humano no significa querer salirse de uno mismo”.
Si he cometido algo incorrecto, la aceptación de sí mismo me señala no caer en la negación soberbia, ni en el autocastigo de la angustia, sino en ser capaz de arrepentirme simple y sinceramente. De modo que una de las actitudes más propias de la sabiduría es renunciar al deseo alocado de ser otro del que soy. Y abandonar el resentimiento por lo que no se me ha dado.
La aceptación de sí mismo, de loa propios límites e insuficiencias, de los males heredados y de las limitaciones económicas y sociales, es una gracia invalorable.
“La claridad y la valentía de la aceptación de sí mismo constituye el fundamento de toda existencia. Es bueno volver siempre a tomar nueva conciencia del principio y fin de toda sabiduría: la renuncia a la soberbia, la fidelidad a lo real, la limpieza y decisión de ser uno mismo y por lo tanto la raíz del carácter. La valentía que se sitúa ante la existencia y precisamente así se alegra de esa existencia”.(1)
Podemos afirmar y con razón que en la raíz de la mayoría de los males actuales está la rebeldía hacia la realidad y la intolerancia hacia la limitación humana y el misterio. Por eso no querer ser quien soy y como soy, no aceptarlo, es rebelarme contra una “verdad existencial” y arruinarme la vida.
La aceptación de sí mismo es la base que sustenta la salud psíquica, el sentido de la vida y la alegría de vivir. Su fundamento, para el creyente es la fe y para el no creyente es el misterio de la vida. Su plenitud es llegar al agradecimiento.
El nosotros primordial
La vida de todos nosotros desde un principio se desarrolla en un contexto social, es decir: entre humanos: socius es el semejante, el otro, el que está conmigo. No nacemos “totalmente hechos” sino que necesitamos aprender a serlo a través de la cultura, que es la obra de los otros. Gracias al grupo humano que nos recibe a partir del nacimiento, aprendemos a convertirnos en humanos, no sólo miembros de la especie sino integrantes de la sociedad. Y, en cuanto humanos, no sólo necesitamos cosas, sino también vínculos, afectos, experiencias compartidas.
Gracias a los demás no es necesario que cuando nacemos debamos “empezar todo de cero”: aprovechamos la experiencia de todos los que nos antecedieron (“somos como enanos en hombros de gigantes” dijeron los antiguos).
Según los psicólogos, sin la presencia de los otros, no tendríamos ni siquiera conciencia de nosotros mismos; porque la identidad de cada uno se teje dentro de un mundo de símbolos y significados que recibimos de los demás.Tomo conciencia de ser Yo internalizando las actitudes de los demás hacia mí, espejando las imágenes que los otros me brindan de mí.
Esto significa que el surgimiento de una personalidad humana supone ya la existencia de una sociedad. En consecuencia, no puedo vivir humanamente sin los otros. El destino de cada uno es un destino común. Y no puede entenderse una vida sino dentro de la trama de la vida de los otros. Cuando Ortega dijo “Yo soy yo y mi circunstancia” quiso decir: mi circunstancia social, el medio humano que me rodea. Este destino común es el más fuerte de todos los vínculos: la naturaleza común de susintegrantes es lo que unifica a la comunidad humana. Llevamos inscrito en lo más profundo el anhelo de comunión y participación. La tristeza es esencialmente individualista; brota de la conciencia aislada e implica siempre una herida en la comunidad humana.
Ese deseo de un “nosotros” tan anhelado y tan esquivo al que aspira el corazón humano, el que experimentamos cuando somos familia, barrio, región, nación… adquiere su noción más amplia en la experiencia de pertenecer a un Pueblo.
Un Pueblo es un grupo humano unido por una cultura y se define por la participación, los lazos de confianza, el compromiso de unos por otros y, sobre todo, por las esperanzas que lo movilizan.
Pertenecer a un pueblo significa “Ser con otros”, compartir una historia, una dignidad y una identidad común y requerirse mutuamente para construir en el presente un futuro mejor para todos.
“El gusto de ser pueblo”, es un sentimiento grato para con sus alegrías y de ternura para con sus dolores, tratando de estar en paz con todos y, según palabras del papa Francisco, “de mantener encendido el afecto en el corazón del mundo”. Existen múltiples placeres, pero el de ser pueblo, ese “sentir ser con otros”, parece ser un placer humano gratificante fundamental. El gusto, en esencia, de ser capaz de estar cerca de la gente, con la gente, con toda la gente. Pero no es una experiencia que logran muchos: requiere calidad humana.
La Revolución Francesa fundamentó sus acciones sobre tres principios: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pero con el tiempo, este último terminó siendo “el principio olvidado” (2), desestimándose así la importancia regularizadora y armonizadora que tiene sobre los otros dos. Porque sin Fraternidad, la libertad individual puede poner en peligro la igualdad social y, a su vez, sin Fraternidad, la justicia social puede transformarse en colectivismo y afectar la libertad. La Fraternidad se hace imprescindible para la paz y el desarrollo de los pueblos y es la que convierte a la sociedad en un verdadera comunidad humana.
La superación de la orfandad
Según E. Fromm “el hombre no sólo tiene necesidad de un marco de orientación que le permita algún sentido y estructuración del mundo que lo rodea, sino también un corazón y un cuerpo que le permita estar enlazado con el mundo, el hombre y la naturaleza. …. La solución a la existencia humana (se encontró) en una nueva visión en la que acabar con la conciencia espantosa de estar solo y ser capaz de compartir su humanidad con todos sus semejantes. En el nexo armónico de la hermandad en el que la solidaridad no está viciada por la coartación de la libertad. La solución de la fraternidad no es una preferencia subjetiva sino la única que satisface las dos necesidades del hombre: estar estrechamente relacionado y al mimo tiempo ser libre, formar parte del todo y ser independiente”. (3)
La fraternidad es la que hace de la sociedad una comunidad de hermanos. Y si son hermanos, eso supone un Padre, que les brinda guía y protección y les participa un orden. Necesitan protección porque tienen limitaciones, son hombres y no dioses. Necesitan guía, para conocer la realidad y evitar la ficción y la ilusión, para despertar y liberarse de restricciones irracionales. Y necesitan un orden, que genera paz y vínculos sanos y que no es coartación de la libertad sino armonía y desarrollo, orientado al bien común. Por algo los antiguos señalaron: serva ordinem et ordo servabit te (cuida del orden y el orden te cuidará).
Y si ese Padre supone autoridad, recordemos que etimológicamente auctor proviene del verbo augere que significa “hacer crecer, estimular”, de ningún modo “imponer” o “restringir”.
La pandemia ha derribado sorpresivamente los ídolos del poderío del mundo económico, de la seguridad de la autoridad política y de la certeza de la ciencia. Y ha expuesto a la humanidad a la soledad. Alguien describió a las sociedades actuales como “muchedumbres solitarias”. (4) Y la soledad arroja al hombre a la inseguridad, ya que “Ay del solo, porque si cae, ¿quién lo levantará?” (Ecl 4.9-12). De modo que el relativismo ético y la secularización de las costumbres actualmente expone al hombre a la orfandad. Las religiones dan a Dios diferentes nombres, todos ellos válidos: Todopoderoso, Creador, Salvador… Pero el que parece que más conviene a las necesidades del hombre de hoy es el de Padre.
Los tres ejes de la existencia (Yo, Nosotros, Dios) han sido interpelados por la Pandemia y la atención a lo que se necesite revigorizar en estos órdenes es clave para que esta época resulte un baño de purificación de nuestra vida.
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(1) R. Guardini: La aceptación de sí mismo – pág. 25 y27 (Edic. Lumen – México – Bs. As. 2016). Todo lo tratado en este artículo sobre la aceptación de sí mismo prácticamente ha sido extractado de esa obra.
(2) Antonio M. Baggio: La fraternidad en perspectiva política (Ciudad Nueva – B. A. 2009)
(3) E. Fromm: La revolución de la esperanza – La necesidad de orientación y devoción (pág 69-74)
(4) David Riesman y otros: La muchedumbre solitaria (1950)