“Pero yo no soy pintor”, Miguel Ángel protestó, “soy escultor. Con el pincel he hecho muy poco y ¡quiere usted que pinte 500 metros cuadrados sobre un techo curvo!”.
“Harás un magnífico trabajo”, dijo el papa. “Mi arquitecto Bramante te levantará el andamio.”
Julio era un hombre muy duro, más parecido a un comandante militar que a un papa, y no quería oír protestas. En una ocasión llegaría a golpear a Miguel Ángel con su bastón por impertinente.
El papa Julio II estaba seguro de que el artista era capaz de hacer cualquier trabajo y le ordenó pintar el techo de la Capilla Sixtina.
Miguel Ángel fue a casa con gran preocupación y desánimo. Era un hombre ambicioso pero el papa le estaba pidiendo que hiciera un milagro. Si fracasaba, sus errores estarían permanentemente a la vista de todos. ¿Cómo iba a pintar mejor que los pintores?
Al rato volvió en sí. Aunque nunca había pintado un fresco y tendría que aprender la técnica, consideraba que estaba a su alcance. Se puso a trabajar. Bocetó su primera idea: los Doce Apóstoles y alguna decoración de relleno. Pero pronto le parecía demasiado simple, que el techo no iba a tener la riqueza que merecía; y obtuvo permiso para un plan más ambicioso.
Lo que entonces concibió fue una pintura enorme con 300 figuras que ilustrarían la pre-historia de la Salvación, es decir, el tiempo del hombre en la tierra antes de la llegada de Jesucristo.
La pintura al fresco requiere un gran esfuerzo físico. Todos los días, igual que lo haría un albañil, el artista tiene que preparar su mezcla de yeso y arena, aplicarla en la pared y luego darse prisa para pintar. Debe acabar la pintura antes de que se seque la mezcla. Y pintar un techo es doblemente difícil, porque todo se hace encima de la cabeza. Sólo los preliminares de ese trabajo, como levantar y sujetar los enormes cartones de sus figuras, mientras trazaba las líneas maestras del boceto en el techo, debieron ser agotadores.
A veinte metros de altura, sobre las tablas movedizas de los andamios, Miguel Ángel pintaba, mirando siempre hacia arriba. A veces echado, la mayor parte de pie. Frotaba su cuello por el dolor que le daba. En una carta a un amigo dibujó una pequeña caricatura de sí mismo mientras pintaba. Tiene la cabeza echada hacia atrás lo que más puede. Dicen sus biógrafos que después de la gran obra, su vista fue seriamente alterada durante meses.
A diario se forzó al límite. Prácticamente hacía su vida casi toda en la capilla, comía cebollas y pan duro. “No tengo amigos y no quiero tenerlos ahora”, escribió a su padre.
Un día, cuando había terminado un tercio de la bóveda, descubrió unas manchas que se extendían sobre sus pinturas. Fue el colmo. Corrió al papa, rogándole que le permitiera dejar el trabajo. “Le advertí, Santidad, que yo no era pintor”, dijo. “Ahora se ha estropeado todo lo que he hecho”.
El papa envió a un experto para evaluar el daño y éste le explicó a Miguel Ángel que no era para tanto, que las manchas se podían eliminar. Le enseñó cómo quitarlas y le animó a seguir adelante.
El papa Julio sentía tanta curiosidad por lo que pintaba Miguel Ángel en la capilla, que a menudo le hacía visitas. Se maravillaba de lo que veía y quería mostrar tamaño milagro a sus amigos. Al final perdió la paciencia; no pudo esperar a que Miguel Ángel terminara. Tenía mal genio y nunca toleraba una respuesta negativa a sus órdenes.
Aunque sólo la mitad del techo estaba cubierto, el papa ordenó a Miguel Ángel que desmontara los andamios y abriera la capilla al público. “No puedo”, dijo Miguel Ángel. “Todavía no he terminado”. Llevaba trabajando casi dos años, desde 1508 hasta 1510.
“O quitas el andamio o te arrojamos de allí”, dijo el papa. No era una broma. Miguel Ángel no tuvo más remedio que obedecer.
La capilla se llenó de gente y corrió la voz que las pinturas eran la cosa más asombrosa jamás vista. Las figuras mostraron un nuevo tipo de belleza y poder. Cada uno de ellos era una obra maestra en su concepción y color. La visión de Miguel Ángel fue abrumadora.
Miguel Ángel volvió a montar el andamiaje en enero de 1511. En un esfuerzo titánico logró terminar la otra mitad del techo el 14 de agosto y el papa Julio, con gran orgullo, celebró la primera misa en la capilla de su tío Sixto.
Todavía quedaban las pechinas y lunetos por pintar y Miguel Ángel no los terminó hasta octubre de 1512. En total, el techo fue obra de cincuenta y cuatro meses.
Unos veinticinco años más tarde, otro papa le encargaría la decoración de la pared frontal de la misma capilla, donde pintaría su Juicio Final (1537-1541)
“Miguel Ángel pintando el techo de la Capilla Sixtina con el papa Julio II observando desde abajo”, ilustración de Peter Jackson.