En la vieja estancia de Iturraspe, los olivos se hamacan mientras cae la noche y el silencio despide al patriarca que rescató esos muros del abandono de la misma manera que sacó del olvido historias empolvadas con la arena que el tiempo del albardón había ido echando sobre ellas.
La historia lo habitaba quizás porque las horas junto a la sombra sabia de Zapata Gollán le infundieron esa vocación de desenterrador de misterios. De ese fondo de siglos le habló el susurro del conde de Tessieres Boisbertrand, el mismo que desafió los vaticinios lúgubres de una gitana que le anticipó la muerte bajo el filo de su propia espada a miles de leguas de su Francia natal.
Lo hallaba siempre presto el don de brujo, de ancestral hechicero, condición que compartía con el León aquel de su historia narrada, el de los condes que a orillas del río fundaron estancia y también con mi abuelo Alfredo, con quien solían pasar largas horas sentados bajo el parral departiendo acerca de las curas de palabra, los ciclos favorables de la naturaleza, la vocación plantadora de árboles, el afán de despoblar de secretos estos caminos de la vida, a veces inentendibles. En ellos también me encuentro, incondicional en la esencia atemporal de un alma vieja.
Fue el padre de mi “novia” Carolina, con quien nos prometimos a los 6 años casarnos y tener hijos. No estaba en los planes del universo cumplir con esas mandas inocentes, pero sí mantener estrechados los lazos de amistad con ella, con Carlos y Patricio, y aún con Liliana, la de los ojos claros, con quien después de muchos años, borradas las barreras generacionales, supimos sentarnos a romper silencios bajo el sol de otros veranos.
Fomentó en mí varias vocaciones: la pasión por el pasado, la voluntad de escritura, el deleite en la investigación, el valor de la educación, la prudencia como voz primera, el amor por la naturaleza, la inclinación por volver siempre justos los actos.
Hoy regreso por un momento a la puerta de “Los Olivos”, en esos remansos de arena y árboles que cobijaron sus horas, al pie de la escalera que sube al altillo y la azotea para escuchar otra vez, quizás la última vez, esos acordes de piano y acordeón que se elevan por el cielo de la noche en una suerte de ramazones de estrellas por donde trepa Ricardo Kaufamann, niño otra vez y anciano sabio, lleno de sueños, a un mundo que ya no está soterrado en ruinas sino elevado en la Cruz del Sur que parece brillar más nítida que ayer, entre las nubes.