El sentido de la vida
Desde los albores de nuestra tradición milenaria y en lo que coinciden todas las líneas de pensamiento acerca del hombre es que lo mejor que podemos desearle a una persona es que pueda ”llevar una vida que valga la pena”. Es decir: que le encuentre sentido y con ella tener justificada su existencia.
Lo cual nos conduce a otra cuestión: qué condiciones le dan valor a la vida humana. Cuáles son los rasgos que consideramos necesarios y al mismo tiempo suficientes para una personalidad sana y normal.
Tales condiciones son exigibles, mientras otras pueden ser deseables pero no necesarias: tener brillantez intelectual, o don de gentes, o sentido musical, o capacidad de liderazgo. Son condiciones valiosas pero no todos las poseemos. Pero sí tenemos derecho a esperar de alguien que sea “una buena persona” y eso depende de uno mismo, de cada uno.
Es cierto que se dan grandes personalidades, como Teresa de Calcuta, Mahatma Gandhi o Martín Luther King, dotadas de virtudes de un grado eximio, pero no todos somos capaces de alcanzar tales alturas de la existencia y debemos ser comprensivos frente a la limitación humana de la mayoría de las personas.
Pero, de todos modos, la vida compartida requiere ciertas conductas que hacen posible la convivencia y sin las cuales la condición humana se degrada. De esas condiciones necesarias tratamos aquí.
Al mismo tiempo, el tema se convierte en una cuestión crucial para la educación, pues allí se concreta el modelo al que debe aspirar toda formación psicológica y moral y de eso depende el logro de un pueblo sano, que es la base de una nación.
Esta cuestión de los rasgos deseables en toda personalidad humana es un tema en el que la racionalidad de las ciencias duras no alcanza una adecuada comprensión del objeto Las realidades psicológicas son de una índole distinta al de las que ellas abarcan. La razón fría no alcanza a su adecuada interpretación, porque el corazón tiene razones que la razón no alcanza (Pascal).
Por otro lado, aunque en cada cultura sus integrantes tienen rasgos propios, hay otros que son componentes naturales de la condición humana y por tanto concordantes con una ética universal, custodia de valores como la dignidad humana, el respeto a la vida y el derecho a la libertad.
En síntesis: acaso nada puede decirse mejor de alguien que “es una buena persona”. En ese caso resultan esperables determinados valores. Una catalogación de los mismos es válida y al mismo tiempo útil para nuestros propósitos.
Sinceridad, Humildad, Responsabilidad
Uno de esos rasgos es la sinceridad, la cualidad de obrar y expresarse con verdad, sencillez y honestidad, sin fingimientos. Una persona sincera es aquella que dice y actúa conforme a lo que piensa o cree. No tiene dobleces ni intenciones ocultas, no busca intrigar ni perjudicar a nadie. Actúa con “recta intención”. Habla con franqueza, pero sin ofender.
Son sinónimos de sinceridad la veracidad, la sencillez, la naturalidad, la honestidad y la honradez. Su antónimo es la hipocresía.
La sinceridad se fundamenta en el respeto hacia el otro y el apego a la verdad como esenciales en la relación con los demás. Actualmente, como esos criterios faltan, la legitimidad de la vida pública está en crisis. Es verdaderamente trágico que la mentira, la ambigüedad, la desconfianza y la insinceridad dominen el escenario político.
La sinceridad genera confianza en los otros. Y es imprescindible, porque si no hay sinceridad no hay confianza y sin confianza la vida social es imposible.
Por otro lado, la humildad es la capacidad de reconocer tanto las virtudes como las limitaciones propias, y en consecuencia actuar con una conducta transparente y genuina. Una persona humilde es modesta y sencilla, sin alardes de superioridad.
De modo que la esencia de la humildad es la verdad y humilde es sencillamente el hombre que se tiene por lo que realmente es, sin sobrestimarse ni subvalorarse.
La humildad tiene mucha afinidad con la sencillez. Esta es una cualidad valiosa propia de quienes son naturales, espontáneos, no complicados y que no crean dificultad, prefieren la informalidad y no gustan de los protocolos y la ostentación, todos rasgos también propios de la humildad.
La humildad no es incompatible, sino gemela y compañera de la magnanimidad. Magnánimo es aquél capaz de aspirar a lo noble y a lo superior. No se inmuta por una deshonra injusta, sencillamente porque la considera indigna de su atención. Desprecia la mezquindad y es básicamente sincero y honrado. Nada le es tan ajeno como callar la verdad por miedo. Y estos rasgos se dan en personas genuinamente humildes.
Esas deformaciones de asociar la imagen del humilde con la del carácter débil, pusilánime o de escasa autoafirmación o de pobres recursos personales es desvirtuar rotundamente su sentido.
La humildad más que un comportamiento externo, es una actitud interna de aceptación de nuestra realidad existencial básica: que somos seres limitados y dependientes y que nos cabe renunciar a la omnipotencia y a la libertad absoluta.
Una negativa a esa aceptación es la soberbia. Según la psicología actual, habitualmente los trastornos que llevan a la consulta tienen sus raíces en la resistencia inconciente a la aceptación vital lógica y natural de nuestra realidad.
Desde siempre la humildad ha sido considerada como una valiosa condición. En cuanto vinculada esencialmente con la verdad, se la ha señalado como base y fundamento de otras virtudes.
Toda personalidad humana normal posee la capacidad de tomar conciencia, darse cuenta, tener conocimiento de cuáles son conductas lícitas o ilícitas, permitidas o prohibidas. Es como una voz interior que nos señala nuestros deberes y obligaciones. Esto nos e permite advertir de qué cosas debemos hacernos cargo en la relación con los demás. Ser responsable significa ser suficientemente cuidadoso en el cumplimiento de nuestras obligaciones.
Cuando somos responsables, estamos expresando nuestro sentido de comunidad y de compromiso con los demás. A la vez que asumimos las consecuencias de nuestras acciones.
El concepto de Responsabilidad ha perdido su significado original. Hoy se la emplea comúnmente como equivalente a “cumplimiento del deber”, asociado a “obligación”, mientras que, en verdad, “responsabilidad” es un concepto perteneciente al de “libertad”: La acción responsable es asumida como libremente aceptada.(1)
El valor de la responsabilidad reside en que, gracias a ella, nos cuidamos unos a otros y alcanzamos el desarrollo familiar, comunitario y social que necesitamos.
La responsabilidad es finalmente una cuestión ética, porque ser responsable es tomar conciencia de que nuestra vida compartida implica compromiso con los otros y atención al bien común.
Y vale recordar que el desarrollo de las naciones en gran parte depende de la responsabilidad de sus gobiernos.
Somos con otros
Los hombres no somos islas. Desde el primer momento de vida el vínculo interpersonal constituye parte esencial de la existencia. El destino de cada hombre es un destino con otros. El hecho de compartir una misma condición humana y protagonizar una misma historia funda una Inevitable solidaridad para con todos.
En esencia la solidaridad consiste en una actitud de aceptación de la existencia del otro.
Así, el sentido de solidaridad resulta una condición necesaria en cualquier personalidad adulta normal. Y la incapacidad de sentir responsabilidades en común, la indiferencia respecto de los otros o la despreocupación por la suerte de los demás indica un déficit en la estructura psicológica de cualquier ser humano.
El principio básico de la convivencia social es el respeto del otro como persona, que lleva a la capacidad de diálogo y la aceptación de las diferencias, dentro de un clima de confianza basado en una sinceridad y equidad imprescindibles para la vida en sociedad.
Lo esencial es tratar al otro como persona, a cada hombre, a todos los hombres. Y tratarlos como persona significa ponerse en su lugar, tomarlo en serio, atender a sus derechos y sus razones, prestarle atención, tratar de entenderlo. Lo cual implica una actitud de disponibilidad de mi parte.
El mayor ultraje que podemos inferir a otro es la descalificación, el ignorarlo. Porque lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia. Y al mismo tiempo, al respetarlo defendemos nuestro propio derecho a no ser una cosa para los otros.
Frente a las necesidades ajenas, la respuesta natural, como seres humanos, es la compasión.
La esencia de la compasión consiste en “sentir con” la otra persona. Esto significa que no se mira al otro desde afuera sino que yo experimento en mí lo que él mismo experimenta (E. Fromm).
La compasión es un sentimiento que tiene lugar en el contacto y la comprensión del sufrimiento del otro. Es la compenetración en el padecer del otro, y el deseo y la acción de aliviarlo.
Siendo una experiencia específicamente humana, carecer de ella implica sufrir una desviación o atrofia de la esfera emocional. Muy apreciada como virtud en el pensamiento medieval, el racionalismo la fue desvalorizando e ignorando en la esfera pública, con una consecuente deshumanización de la cultura.
La capacidad de goce
Una buena persona es simplemente un ser humano sano y normal. Por tanto, una personalidad afectivamente bien dispuesta, en consonancia con la realidad, la vida y la sociabilidad, De ahí su disposición primordial de estar a gusto con la existencia y ser bondadosa, generosa y benévola.
Esa disposición favorable hacia las cosas se acompaña con el interés, aquella “actitud relativamente constante que nos permite en todo momento captar intelectual, emocional y sensiblemente al mundo exterior. El interés es una actitud que todo lo penetra y una forma de relacionarse con el mundo y podría definirse como la inclinación de la persona viva hacia todo lo vivo.(R Fromm)
De ese amor a la vida brota un estado de ánimo que es la alegría, la convicción de que las cosas tienen sentido y que la existencia vale la pena.
Es una forma de vivir con la actitud básica de gratitud por la vida y por las cosas, que me han sido dadas gratuitamente. Y con ella convive la confianza en sí mismo, en los otros y en el mundo..
Además, ya que la vida humana tiene asignado un destino compartido, la realidad de la presencia del otro suscita naturalmente una especial versión de la alegría: la nacida del “ser con otros”.
Hay gente humilde y sencilla que cada día al despertar agradece estar viva, percibe la existencia como digna de confianza y asume una actitud de admiración y gratitud ante las maravillas de la naturaleza. Aquí se nos presenta otro rasgo infaltable en toda buena persona: el ser agradecido, la capacidad de reconocer el valor de una buena acción del otro y de saber decir un gracias sincero y no puramente formal. Se puede decir que nada hay más noble que un corazón agradecido.
Por el contrario, el desinterés y la indiferencia no saben de alegría y en eso consisten la depresión, el hastío y la acedia, que envenenan la vida moderna. Ignoran la capacidad de goce, esa condición humana de contemplar la riqueza de la vida y de la realidad.
A su vez, el “mal carácter” es un trastorno emocional y una carencia social que intoxica la propia vida y la de los demás En tales casos, el sentido de la existencia se ha vuelto opaco, rutinario e insípido. La fraternidad, la sinceridad y la confianza están ausentes. Las vivencias saludables han sido suplantadas por la abulia, el desinterés y la apatía. Se han hecho insensibles a lo maravilloso de la existencia y al amor a la vida.
En síntesis: buena persona es aquella que desea lo bueno para los demás y actúa en consecuencia. Reconoce al otro como un par y lo respeta. Sincera, humilde y bien dispuesta, comprensiva y benévola, no se considera superior, puede actuar de manera sencilla y sabe gozar de las cosas de la vida.
Es el modelo que mejor responde a los requerimientos de la condición humana. Y es el índice más confiable de salud mental. Una de las mejores cosas que nos pueden suceder en la vida es dar con buenas personas.
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(1) E. Fromm: La revolución de la esperanza (pág 88) F.C.E. 2007