Por Hugo Polcan
Ha llegado el momento de atrevernos a reconocer y hablar de virtudes políticas. ¿Por qué valores que constituyen la esencia de la condición humana y cuya vigencia lógicamente es aceptada en la vida privada no pueden ser reconocidos y apreciados en la vida política, como la compasión o la ternura?
Desde esta perspectiva, vamos a reflexionar sobre algunas de ellos, pilares fundamentales de una Política realmente humana: la hospitalidad, la categoría de pueblo y la política de la fraternidad y la amistad social.(1)
Lo diferente que enriquece
En primer término: la hospitalidad. Ella es la cualidad de acoger y agasajar con amabilidad y generosidad a los invitados o a los extraños, la atención con que una persona recibe a los visitantes o extranjeros en su casa o en su tierra, que en griego se llama filoxenia ( “amor a los extraños”) y en latín hospitare ( “recibir como invitado”)
Ella tiene una importancia social de enorme relevancia, especialmente en la actualidad, ya que los cambios de asentamientos poblacionales vienen en aumento en este mundo de congestiones sociales. Y es la que nos brinda una inmensa oportunidad para penetrar en la esencia de la hospitalidad: la apertura a lo distinto. Se trata de la necesidad de generar vínculos con lo diferente, lo cual implica a su vez toda una “ética de la hospitalidad”.
Históricamente, esta es una valoración moral que ha estado en el corazón tanto dentro de nuestra cultura milenaria grecolatina como de la tradición judeocristiana. Y tal concepción coincide también con pensadores de nuestro tiempo: por ejemplo, con la del filósofo E. Habermas para quien toda la ética está ligada a la referencia al otro y en particular al otro menospreciado, marginado, empobrecido; en definitiva, “los nadie”.
Esa concepción es de una profundidad fecunda, pero a la vez comprometedora. Acoger al forastero, dar abrigo y techo a quién no lo tiene, servir al huésped como si fuera él quien nos recibe son temas que siguen siendo complejos a la hora de poner en práctica la hospitalidad con los migrantes, los refugiados y todas aquellas personas que se encuentran lejos de su tierra. Aquí existe una posible riqueza ética y existencial que no ha llegado a concretarse en la praxis sociopolítica contemporánea. Es necesario descubrir que el otro nos construye, nos permite desarrollar nuestras condiciones potenciales y nos da la posibilidad de liberarnos del egocentrismo siempre latente. La hospitalidad no sabe de muros y fronteras y no tiene nada que ver con ideas nacionalistas ni con culturas uniformes.
Vivir la hospitalidad nos interpela a repensar nuestras ideas de políticas migratorias y de acogida al extranjero, pero también de comprender nuestra tierra. Pensar desde ahí nuestras relaciones argentino – pueblos originarios nos puede conducir a otro tipo de relaciones y alianzas distintas de las actuales, a veces prejuiciosas e injustas.
Nos necesitamos para vivir mejor, para aprender del otro y reconocer aquello que no logro ver. Los otros mundos posibles solo son factibles desde la hospitalidad. Nuevos encuentros entre culturas y pueblos distintos son expresión de la belleza de la vida y de la posibilidad de un mundo mejor.
Esa fuerza vital llamada pueblo
El ser humano, por naturaleza, busca encontrar un sentido a la existencia, a quiénes somos y al mundo que nos rodea. Y existen formas diversas de interpretar los diferentes fenómenos e incógnitas de la vida. El pensamiento científico pretende obtener un conocimiento basado en la evidencia empírica, lo que puede observarse directamente, y ha pretendido establecer una explicación universal de los acontecimientos. Pero ¿cómo expresar ciertas realidades que nos afectan cuya causa es desconocida o imposible de traducir en conceptos lógicos, como el arte o el lenguaje, o vivencias como la ira, el dolor, la libertad? Es fundamental reconocer que hay realidades realmente existentes, pero de naturaleza diversa a la del conocimiento racional. ¿La Sexta Sinfonía de Beethoven no es real? ¡Si la hemos escuchado más de una vez! Es cierto que no la podemos fotografiar; por eso existen categorías para la comprensión de esas realidades: son las del pensamiento mítico. Se trata de una interpretación basada en el simbolismo, que tiene aquí un valor prioritario. El símbolo posee una ligazón analógica con lo simbolizado (el águila, por ejemplo, puede ser símbolo de la fantasía, porque ambos coinciden en el sentido de su “vuelo libre”), que nos permite su representación y sintetiza toda la riqueza virtual del objeto.
El pensamiento mítico suele condensarse en un relato o narrativa y expresarse metafóricamente en mitos. Estos, en base a las creencias y valores propios de la época, mantienen su contenido a través de generaciones gracias a la tradición. En ellos podemos observar los valores de nuestros antepasados y sirven de inspiración a la expresión artística del presente. Todo lo dicho nos permite esclarecer la noción de pueblo, que es el que aquí nos interesa. Pueblo no es una entidad lógica, ni una elaboración mística (sentido “angelical” en el que “todo lo que hace el pueblo es bueno” y “el pueblo nunca se equivoca”). Es una categoría mítica, porque el sentido de pertenencia a un pueblo no es explicable por la lógica (tiene “algo más”) pero es comprensible mediante la captación de su realidad a través de la intuición o de la analogía o de la afinidad emocional o de la “connaturalidad afectiva (L. Gera).
El pueblo es un grupo humano que posee una cultura, un estilo de vida, un idioma, vínculos e ideales compartidos, una identidad común, inclusive sueños colectivos… La sociedad es más que la mera suma de los individuos y encierra la noción de pueblo: la realidad de que hay fenómenos sociales que unifican objetivos y posibilitan un proyecto común. La pertenencia a un pueblo hace que la vida de cada hombre no sea la de una partícula arrastrada por el viento sobre la tierra. El concepto de pueblo es el símbolo en el que se expresa la realidad social con una historia, una vigencia presente y un horizonte futuro, con lo que se consolida la integración fraterna de sus habitantes. Claro está que esto no es algo automático, sino un proceso lento y difícil…
Hay ideologías neoliberales que suprimen la palabra pueblo, sin darse cuenta que con eso están desfondando a la democracia, que es el gobierno del pueblo. Con una visión individualista, carentes de una valoración de los lazos comunitarios y culturales, renuentes a la palabra “comunidad”, la sociedad es considerada una mera suma de intereses. Hablan de respeto a las libertades, pero huérfanos de la raíz de una narrativa integradora y de un aprecio por la tradición que permita perpetuar en el presente lo positivo del pasado. Sus partidos son conglomerados sin historia, de resabios economicistas y apoyados sólo en el conocimiento racional y científico, ajenos al necesario pensamiento mítico. Creen que “pueblo” es una fantasiosa idealización de algo que en realidad no existe y tampoco se permiten la palabra “prójimo”, considerada una expresión romántica.
Por tanto, fácilmente acusan de populistas o “comunistas” a todos los que defiendan los derechos de los más débiles. En síntesis: una política descarnada de la noción de pueblo es la antítesis de una política verdaderamente humana.
Por otro lado, hay líderes populares capaces de interpretar el sentir de un pueblo y conducirlo a procesos de de transformación y crecimiento, Pero traicionan su destino y lo transforman en venenoso populismo cuando instrumentar políticamente la cultura del pueblo en aras de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder, avasallando las instituciones y la legalidad. Y con recursos demagógicos olvidan que ayudar a los pobres con dinero no es más que un instrumento momentáneo ante las urgencias, pero que la solución de fondo es conducirlos a una vida digna mediante el trabajo. El populismo, con su mentalidad dogmática de ideología cerrada falsea la noción legítima de pueblo: ésta supone un pueblo abierto, capaz de desarrollo y transformación, de incorporación de lo diferente, de ampliación, de enriquecimiento y evolución.
Y también existen nacionalismos, con su rigidez ideológica y su idealización del pueblo. De mentalidad defensiva y belicista, adolescente, inexperta y y fantasiosa, mantienen obstinadamente una noción de pueblo abstracta e inmóvil en el tiempo.
El desprecio de los débiles puede ocultarse dentro de formas populistas que los utilizan demagógicamente, o de formas liberales al servicio de los intereses de los poderosos o de formas nacionalismos estrechas. En todos los casos se lo desacredita injustamente o se lo enaltece en exceso, obstruyendo el poder pensar un mundo abierto que tenga lugar para todos, que incorpore a los más débiles y que respete a las diversas culturas.
Vale la pena plantearnos: Somos pueblo y nos identificamos como pueblo. ¿Qué pueblo somos? ¿Qué identidades y subculturas nos conforman como tal? La historia comienza cada día; por tanto: ¿dónde estamos en el camino de ese pueblo que se va gestando constantemente? ¿Nos conformamos con ser un enjambre que sólo se reúne para un suceso puntual o un acto eleccionario. ¿Qué pueblo queremos ser?
La fraternidad y la amistad social
La democracia occidental se abrió con la Revolución Francesa, cuyo ideario se sintetizó en el tríptico Libertad, Igualdad, Fraternidad. Pero como advierte Antonio Baggio (2), la Fraternidad ha resultado un principio prácticamente olvidado. El espíritu del modernismo, racionalista, individualista y de tajante separación entre lo público y lo privado, creyó ver en el tercer principio resabios románticos o contenidos propios de la afectividad de la vida privada. No supo ver que, sin Fraternidad, la Libertad termina en injusticia y desemboca en neoliberalismos sin justicia social. Y que la Igualdad sin Fraternidad lleva al colectivismo y al populismo. Es el principio que equilibra y armoniza a los otros dos y resulta insustituible. Componente esencial de la condición humana, la Fraternidad no puede ser excluida de la vida pública.
Entendemos por Fraternidad la disposición de asumir al otro, a todos los otros, como personas, con la misma dignidad y derechos naturales básicos que yo, y cuyo destino no me resulta indiferente. Y me siento hermanado (frater : hermano) por una misma condición humana.
Esa atención y cuidado del otro genera una relación de amistad y confianza que da lugar a la construcción de una vida social segura y firme. Y supone una mentalidad comunitaria en que la vida de todos está por encima de los privilegios de unos pocos.
Aquí es necesario ratificar en su valor integral, sin inhibiciones ni retaceos, el contenido del concepto de prójimo. Socio es aquel con quien puedo reunirme por un interés común, pero prójimo es aquel a quien valoro por su naturaleza humana, con derecho a vivir con dignidad y a sr acompañado por las instituciones a todo lo largo de su vida.
Y es en una Política de la Fraternidad donde ésta adquiere su mayor dignidad, ya que la política busca el bien de todos. Ella se caracteriza por poner todo su esfuerzo en mejorar la condición de los necesitados, por interesarse y hacerse cargo de los más frágiles. Y esa política con sentido social posee una fuerza capaz de remover el interior de las estructuras injustas.
A la vez, es la que responde a la naturaleza de las cosas, porque el sol sale para todos. Los bienes de la tierra tienen un destino común, el bien de todos, y los pueblos tienen derecho a la subsistencia y al progreso. “Darles a los pobres las cosas indispensables es devolverles lo que es suyo” (Gregorio Magno). Por otro lado, sin Solidaridad la misma función económica fracasa, porque ningún plan económico puede tener éxito si no cuenta con la adhesión de su población.
Hoy lo más frecuente es que la multitud de los abandonados quede a merced de la posible buena voluntad de algunos. Esto hace que sea necesario fomentar una política acorde con vivencias como la fraternidad, la compasión, la amabilidad o la ternura. En estos tiempos, la ternura, por ejemplo, adquiere un carácter profundamente político, porque ataca las raíces del dominio sobre los otros, visibiliza las desigualdades y descalifica la naturalización de la injusticia. Además, hace falta pensar en una participación social, política y económica que aproveche el caudal de energía moral que surge cuando incorporamos también a los excluidos en la construcción del futuro. En la actualidad, se da a veces una política hacia los pobres pero nunca con los pobres ni de los pobres, y deja afuera al pueblo en la construcción del futuro.
Se trata de una Fraternidad que requiere organización, resistencia y lucha. La “naturalización” con que el espíritu burgués sigue impregnando nuestra cultura ha hecho que creamos inevitable la hegemonía del individualismo y el desinterés por el otro. Y disimulala gravedad del mal que significa la indiferencia para la vida social. “La más grande forma de miseria (en la vida humana) consiste en la injusticia, más bien que en la desgracia. Porque la desgracia proviene de causas naturales, pero la injusticia proviene de los otros” (Kant). Y la injusticia comprende no sólo los actos por acción sino también por omisión, entre las que interviene la indiferencia. Muchas de las acciones injustas de los unos se hace posible por la indiferencia y la corresponsabilidad de los otros. Hay que entender que lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia, ya que convierte al otro no en persona sino en cosa.
En síntesis: la indiferencia es el pecado capital. Como ejemplo antagónico de la indiferencia, la tradición de nuestra cultura nos trasmite la imagen del Samaritano (Luc. 10, 21-35), el que “no pasó de largo” ni “hizo que no veía” sino que registró la necesidad y obró eficazmente a favor del prójimo, sin ley de justicia que lo obligara, sino por imperativo ético personal.
¿Hasta qué punto el dolor del otro nos conmueve? Por allí se comienza a transitar la ruta saludable hacia una política de la fraternidad, la amistad y la ternura.
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(1) Todo este artículo contiene conceptos y formulaciones de: Papa Francisco Fratelli Tutti (Editrice Vaticana– 2020)
(2) A. M. Baggio: La fraternidad en perspectiva política (Edit. Ciudad Nueva – Bs. As. 2009)