Por Hugo Polcan
En este momento la pandemia nos pone de relieve que muchas veces nos vemos obligados a reconocer el dolor como parte inevitable de la realidad del propio cuerpo, en la que uno mismo se encuentra consigo constantemente y a la que tiene que enfrentar y es insustituible. Mi dolor de muelas es mío, no puedo no sufrirlo y nadie lo puede sufrir por mí. Por otro lado, el dolor físico y psicológico induce con frecuencia a una transformación de la propia existencia y la reacción puede ser tanto fecunda y revitalizante como catastrófica, de fortaleza o de depresión.
Vale la pena preguntarse de cómo quiere ser cuidada y acompañada la persona que vive esta situación. En esencia: reflexionar sobre lo que llamaremos “la práctica paternalista”, la importancia del respeto a la autonomía de los enfermos y el comprender cómo cuidar a un enfermo de manera excelente. (1)
La actitud paternalista
El paternalismo ha sido una práctica habitual en la tradición médica occidental, y sus raíces tan profundas aún no dan muestras de extinción. Su concepción fundamental estriba en considerar que los enfermos son personas que no pueden ni deben decidir sobre su propia enfermedad y con ello de hecho usurpan la verdad y la capacidad de decidir. No se tiene mala intención; por el contrario: se pretende, aunque habitualmente no lo consigue, hacer más soportable la enfermedad; pero sus efectos son definidamente contraproducentes. Lo habitual es que ya desde la primera visita el enfermo quiere saber qué tiene y si su estado es grave o no, pero el médico considera que la pregunta es inconsistente y la desestima o la esquiva con un lenguaje científico, complicado y confuso, y va hablando para silenciar la necesidad de verdad. El médico, no contestando, no se da cuenta de que genera una reacción primero de molestia y después de ansiedad. A veces le promete que se curará pero el enfermo, escaso de información, llega, solo y por su cuenta, a inquietarse por su gravedad, pero difícilmente lo puede compartir con alguien. Esta situación de mentira compartida, promovida por el médico y aceptada por la familia, se convierte en una verdadera tortura, porque condena al enfermo a la soledad, y ésta aumenta su dolor físico y psicológico.
Con el devenir del proceso y ante el deterioro de su enfermedad, el paciente, a pesar de la argumentación disuasoria del médico, toma conciencia y al mismo tiempo se atormenta ante la mentira que se perpetúa, así como se tranquiliza si la persona que lo cuida lo comprende y no le miente.
La conspiración del silencio a la cual está sometido deviene su principal tormento, pero la resistencia a un cambio de actitud por parte de médico y familiares es muy férrea, porque la complicidad está alimentada por la ansiedad subyacente de la que son víctimas y que no encuentran otra forma más saludable de controlar. Y ese temor oculto termina provocando indiferencia en el médico y frialdad en los familiares y amigos: es el congelamiento de afectos que el miedo oculto provoca. El paternalismo es fruto de la angustia y produce angustia.
El acompañar
Opuesto al paternalismo está el modelo del arte de cuidar. Es un modelo de humanidad y de bondad. Las cualidades de un buen cuidador se derivan de entender que se trata de un vínculo personal definido por actitudes cuya base está en atender a la influencia y significación que las relaciones vinculares tienen con el estado de salud del enfermo.
El buen cuidador es persona sencilla, serena, bondadosa, comprensiva, alegre, y diestra y eficiente en su función. Tan humana que considera algo natural, casi instintivo, cuidar a una persona que está enferma. Alguna vez hemos oído decir a una enfermera: “Ahora me toca cuidarla a ella; alguien hará lo mismo por mí cuando yo lo necesite”.
Actúa con competencia; pone todas sus capacidades al servicio de la atención del paciente y no le escatima tiempo, no lo cuida a toda prisa, sino que le dedica el rato que necesita el enfermo. Por esto: es discreto para no violentarlo en situaciones comprometidas, es servicial y atento, ya sea para ayudarlo o bien para escucharlo. Es sensible en cualquier acción que decide llevar a cabo y lo más importante: es sincero, reconoce sencillamente que el paciente está enfermo y no es necesario ocultarlo. En ciertos casos tal vez sea el único que no le miente. Se hace cargo y asume la responsabilidad de hacer alguna cosa para que el enfermo esté mejor. Tiene madura compasión, cuida con delicadeza y sensibilidad y esta actitud es, precisamente, lo que más consuela al enfermo. Por eso fácilmente el cuidador deviene la persona más significativa. Muchas veces la influencia de una enfermera termina siendo más importante que la del médico. Esto pone en claro lo que significa el acompañamiento y el cuidado. Esa compañía hace sentir bien, hasta puede calmar y, en algunos momentos, hacer desaparecer el dolor.
Se trata sencillamente de tener una auténtica compasión (no “lástima”), cuidar en el sentido de preocuparse e interesarse por el estado del enfermo y estar atento a sus necesidades, entendiendo que las buenas relaciones humanas tienen fuerte repercusión en la salud del paciente. Consiste en establecer un proceso de comunicación y de feedback que permita captar con claridad que el enfermo se siente cuidado de la manera correcta. De tal modo que fácilmente éste manifiesta su agradecimiento.
El cuidador no puede curar la enfermedad del paciente pero sí humaniza a la persona defendiendo su dignidad. El acompañamiento es fruto de la compasión y produce paz. .
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En la excelente novela de Tolstoi: La muerte de Iván Illich, se encontrará una clara ejemplificación de este tema.